10.10.18

Mujeres invisibles, víctimas de la guerra


Por Mercè Rivas Torres, periodista y escritora
El uso deliberado e impune de la violencia sexual como arma de guerra se ha convertido en un crimen habitual en nuestra era, un arma más de lucha, de sometimiento al contrario.
Gracias a estas prácticas se ha conseguido intimidar, crear terror político, sacar información y humillar a muchísimas mujeres y niñas. En otras ocasiones se ha utilizado como recompensa a los soldados.
Han tenido que pasar siglos para que el Tribunal Penal Internacional, declarase la violencia de género como delito contra la humanidad, en los conflictos de Ruanda y de la antigua Yugoslavia en los años 90.
El hecho fue algo histórico, un gran avance para la dignidad de las mujeres violadas, aunque hasta el momento sólo se han dictado menos de dos docenas de sentencias. Si no fuese por lo humillante del tema, parecería una broma.
Todavía podemos recordar las “Estaciones de Confort” organizadas a lo largo y ancho de Asia por el Ejército Imperial japonés durante la Segunda Guerra Mundial en donde más de doscientas mil mujeres y niñas, secuestradas previamente de sus casas, fueron sistemáticamente violadas por los soldados japoneses.
También en la guerra civil española se utilizó este tipo de arma. Sólo tenemos que recordar las arengas del general Queipo de Llano, manifestándose muy orgulloso de la conducta sexual de sus hombres o de las violaciones masivas llevadas a cabo por las tropas del norte de África que apoyaban al bando golpista. Una vez “proclamada” la paz, esas mujeres tuvieron que convivir en silencio con sus agresores, ya fuesen vecinos, militares o policías.
Este mismo estigma persiguió a las mujeres latinoamericanas. Recordemos que en Guatemala, durante 36 años de guerra civil, la violación de mujeres, la mayoría indígenas, constituyó una práctica generalizada por parte de las Fuerzas del Estado. Y aunque la guerra terminó en 1996, Guatemala sigue teniendo uno de los índices de violencia sexual más altos del mundo, persistiendo la impunidad de estos actos. Y por qué no recordar a las colombianas que han sufrido agresiones por parte del Ejército, la guerrilla y los paramilitares.
También pudimos ver cómo se destruía el cuerpo de unas cuatrocientas mil mujeres que, después de la guerra de los Grandes Lagos, sufrieron graves secuelas físicas y mentales. Muchas acabaron muriendo de SIDA, otras embarazadas, repudiadas por sus propias familias y un número considerable tuvo que abandonar sus pueblos.
Las que por diferentes razones fueron a parar a campos de refugiados se convirtieron en seres extremadamente vulnerables. De ellas abusaron tanto las fuerzas rebeldes como las tropas internacionales. No hay que olvidar que el ochenta por ciento de los refugiados y desplazados son mujeres y niños. Y en los Balcanes ocurrió más de lo mismo. Naciones Unidas habla de más de cincuenta mil violaciones, pero sólo se enjuició a 18 hombres y se condenó a 12.
Por fin el Tribunal Penal Internacional y el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, a través de la Resolución 1820 (que en el 2010 cumple dos años), tomaron cartas en el asunto, pero los conflictos continúan y las mujeres siguen siendo un objetivo más.
Ahora nos queda seguir trabajando para que éstas pierdan el miedo a denunciar, a explicar qué y cómo les pasó y a identificar a sus agresores.
Pero para que esto ocurra la comunidad internacional, sus gobiernos, los movimientos sociales y los órganos jurisdiccionales les deben dar protección, ayuda, asesoramiento e incluso cobijo. Y los países participantes en el Estatuto de Roma (1998), enjuiciar a todos aquellos criminales que sus países no están dispuestos a hacerlo. Eso es posible.
Mientras no las apoyemos incondicionalmente, ellas seguirán en silencio y destruidas. Los historiadores hablarán de muertos, heridos, daños económicos y ellas seguirán siendo invisibles, como hasta ahora.