El uso deliberado e impune de
la violencia sexual como arma de guerra se ha convertido en un crimen habitual
en nuestra era, un arma más de lucha, de sometimiento al contrario.
Gracias a estas prácticas se
ha conseguido intimidar, crear terror político, sacar información y humillar a
muchísimas mujeres y niñas. En otras ocasiones se ha utilizado como recompensa
a los soldados.
Han tenido que pasar siglos
para que el Tribunal Penal Internacional, declarase la violencia de género como
delito contra la humanidad, en los conflictos de Ruanda y de la antigua
Yugoslavia en los años 90.
El hecho fue algo histórico,
un gran avance para la dignidad de las mujeres violadas, aunque hasta el
momento sólo se han dictado menos de dos docenas de sentencias. Si no fuese por
lo humillante del tema, parecería una broma.
Todavía podemos recordar las
“Estaciones de Confort” organizadas a lo largo y ancho de Asia por el Ejército
Imperial japonés durante la Segunda Guerra Mundial en donde más de doscientas
mil mujeres y niñas, secuestradas previamente de sus casas, fueron
sistemáticamente violadas por los soldados japoneses.
También en la guerra civil
española se utilizó este tipo de arma. Sólo tenemos que recordar las arengas
del general Queipo de Llano, manifestándose muy orgulloso de la conducta sexual
de sus hombres o de las violaciones masivas llevadas a cabo por las tropas del
norte de África que apoyaban al bando golpista. Una vez “proclamada” la paz,
esas mujeres tuvieron que convivir en silencio con sus agresores, ya fuesen vecinos,
militares o policías.
Este mismo estigma persiguió a
las mujeres latinoamericanas. Recordemos que en Guatemala, durante 36 años de
guerra civil, la violación de mujeres, la mayoría indígenas, constituyó una
práctica generalizada por parte de las Fuerzas del Estado. Y aunque la guerra
terminó en 1996, Guatemala sigue teniendo uno de los índices de violencia
sexual más altos del mundo, persistiendo la impunidad de estos actos. Y por qué
no recordar a las colombianas que han sufrido agresiones por parte del
Ejército, la guerrilla y los paramilitares.
También pudimos ver cómo se
destruía el cuerpo de unas cuatrocientas mil mujeres que, después de la guerra
de los Grandes Lagos, sufrieron graves secuelas físicas y mentales. Muchas
acabaron muriendo de SIDA, otras embarazadas, repudiadas por sus propias
familias y un número considerable tuvo que abandonar sus pueblos.
Las que por diferentes razones
fueron a parar a campos de refugiados se convirtieron en seres extremadamente
vulnerables. De ellas abusaron tanto las fuerzas rebeldes como las tropas
internacionales. No hay que olvidar que el ochenta por ciento de los refugiados
y desplazados son mujeres y niños. Y en los Balcanes ocurrió más de lo mismo.
Naciones Unidas habla de más de cincuenta mil violaciones, pero sólo se
enjuició a 18 hombres y se condenó a 12.
Por fin el Tribunal Penal
Internacional y el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, a través de la
Resolución 1820 (que en el 2010 cumple dos años), tomaron cartas en el asunto,
pero los conflictos continúan y las mujeres siguen siendo un objetivo más.
Ahora nos queda seguir
trabajando para que éstas pierdan el miedo a denunciar, a explicar qué y cómo
les pasó y a identificar a sus agresores.
Pero para que esto ocurra la
comunidad internacional, sus gobiernos, los movimientos sociales y los órganos
jurisdiccionales les deben dar protección, ayuda, asesoramiento e incluso
cobijo. Y los países participantes en el Estatuto de Roma (1998), enjuiciar a
todos aquellos criminales que sus países no están dispuestos a hacerlo. Eso es
posible.
Mientras no las apoyemos
incondicionalmente, ellas seguirán en silencio y destruidas. Los historiadores
hablarán de muertos, heridos, daños económicos y ellas seguirán siendo
invisibles, como hasta ahora.